Así quiero liberar todas las cosas que veo; concediéndoles la libertad que busco. De esta manera obedezco la ley del amor, dando lo que quiero encontrar y hacer mío. Ello se me dará, porque lo he elegido como el regalo que quiero dar. Padre, Tus regalos son míos. Cada regalo que acepto me concede un milagro que puedo dar. Y al dar tal como quiero recibir, comprendo que Tus milagros de curación me pertenecen.
Nuestro Padre conoce nuestras necesidades, y nos concede la gracia para satisfacerlas todas. Y así, confiamos en que Él nos enviará milagros para bendecir al mundo y sanar nuestras mentes según regresamos a Él. (L.349)
Comentario:
Nuestra oración, entonces, es que no juzguemos, lo que significa que no atacamos ni condenamos a nuestros hermanos. Al hacerlo, nos atacamos a nosotros mismos, y así pedimos ayuda para mirar al mundo a través de la visión de Cristo en lugar de la nuestra, permitiendo que su milagro descanse sobre nosotros. ¿Quiero que otros no me juzguen, perdonen mis errores, y me ofrezcan milagros de amor? Daré lo que busco, daré lo que quiero encontrar para mí mismo.
Quiero dar el regalo, porque quiero recibir el regalo. Si realmente deseo aprender que mis pecados han sido perdonados y que Dios me ama, todo lo que necesito hacer es extender ese amor a través de mi perdón a otros, que aún pueden creer lo contrario.
Esto está tomado del Sermón de la Montaña en el evangelio de Mateo, donde Jesús explica que Dios conoce nuestras necesidades y nos ama: en efecto, cada pelo de nuestra cabeza es contado, y nos ama aún más que a los lirios del campo (Mateo 6:8,28-30,32). Poniendo esto dentro de las enseñanzas de Un Curso de Milagros, entendemos que Dios no sabe realmente acerca de nuestra necesidad, porque Él no sabe acerca de nosotros en un estado separado. Sin embargo, Su Amor ha venido con nosotros a la ilusión a través del Espíritu Santo, y por eso la necesidad que "nuestro Padre conoce" es deshacer nuestra elección equivocada a través del milagro. Ya hemos visto que la naturaleza correctiva del milagro refleja el Amor de Dios dentro del sueño, que deshace el sistema de pensamiento del ego y sana nuestras sangrientas pesadillas de separación, desesperanza y muerte. El milagro que trae el perdón sólo puede sanar a nuestro hermano y a nosotros mismos como uno solo, la única necesidad que tiene el mundo del odio y la culpa, pues sólo el milagro nos permite escuchar la antigua llamada de gracia de nuestro Padre:
Un milagro no le puede ofrecer menos a él (tu hermano) de lo que te ha dado a ti. De esta manera, tu curación demuestra que tu mente ha sanado y que ha perdonado lo que tu hermano no hizo. Y así, él se convence de que jamás perdió su inocencia y sana junto contigo. El milagro deshace de este modo todas las cosas que, según el mundo, jamás podrían deshacerse. Y la desesperanza y la muerte no pueden sino desaparecer ante el ancestral clarín que llama a la vida. Esta llamada es mucho más poderosa que las débiles y miserables súplicas de la muerte y la culpabilidad. La ancestral llamada que el Padre le hace a Su Hijo, y el Hijo a los suyos, será la última trompeta que el mundo jamás oirá. Hermano, la muerte no existe. Y aprenderás esto cuando tu único deseo sea mostrarle a tu hermano que él jamás te hirió. Él cree que tiene las manos manchadas de tu sangre, y, por lo tanto, que está condenado. Mas se te ha concedido poder mostrarle, mediante tu curación, que su culpabilidad no es sino la trama de un sueño absurdo. (T.27.II.6)
¿Qué es un milagro? (Parte 9)
L.pII.13.5:1-3
Con crudas imágenes, esta sección se refiere a nuestro mundo como “un mundo árido y polvoriento, al cual criaturas hambrientas y sedientas vienen a morir” (5:1). Más de una vez, el Curso dice que vinimos a este mundo para morir, buscábamos la muerte al venir a un lugar donde todo muere. Por ejemplo: “Viniste a morir, por lo tanto, ¿Qué puedes esperar, sino percibir los signos de la muerte que buscas?” (T.29.VII.5:2) “El factor motivante de este mundo no es la voluntad de vivir, sino el deseo de morir” (T.27.I.6:3). Vinimos como resultado de la culpa, creyendo en nuestro propio pecado y buscando nuestro propio castigo. Vinimos porque de algún modo, según la retorcida lógica del ego, la muerte es la última prueba de que hemos logrado separarnos de Dios. Inventamos este mundo como un lugar en el que morir, y luego vinimos a morir en él.
Pero “los milagros son como gotas de lluvia regeneradora que caen del Cielo” en este mundo reseco que hemos inventado, y los milagros lo convierten en un paraíso.
“Ahora (las criaturas hambrientas y sedientas) tienen agua. Ahora el mundo está lleno de verdor”. (5:2-3)
Los milagros transforman el mundo de muerte que inventamos en un lugar de vida. El Capítulo 26 del Texto, en la Sección IX (“Pues Ellos Han Llegado”), amplía las mismas imágenes:
La sangre del odio desaparece permitiendo así que la hierba vuelva a crecer con fresco verdor, y que la blancura de todas las flores resplandezca bajo el cálido sol de verano. Lo que antes era un lugar de muerte ha pasado a ser ahora un templo viviente en un mundo de luz. Y todo por Ellos. Es Su Presencia la que ha elevado nuevamente a la santidad para que ocupe su lugar ancestral en un trono ancestral. Y debido a Ellos los milagros han brotado en forma de hierba y flores sobre el terreno yermo que el odio había calcinado y dejado estéril. Lo que el odio engendró Ellos lo han des-hecho. Y ahora te encuentras en tierra tan santa que el Cielo se inclina para unirse a ella y hacerla semejante a él. La sombra de un viejo odio ya no existe, y toda desolación y aridez ha desaparecido para siempre de la tierra a la que Ellos han venido. (T.26.IX.3:1-8)
Nos abrimos a los milagros cuando nos abrimos al perdón y al amor, cuando nos abrimos a Dios. “Ellos” en esta sección del Texto se refiere al rostro de Cristo (ver la inocencia de nuestros hermanos) y al recuerdo de Dios. Cuando nos permitimos ver el rostro de Cristo en nuestros hermanos, vuelve el recuerdo de Dios. Cuando eso sucede, el terreno “yermo y calcinado” de este mundo se convierte en un jardín, en un reflejo del Cielo.
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